Corrigiendo la Historia
Robamos un artículo de El Correo, por sa a alguien le apetece comentarlo.
J. M. RUIZ SOROA
Entre los argumentos que usualmente se barajan a favor de la política de euskaldunización hoy toca pasar revista a unos nuevos invitados, llamados identidad, corrección del pasado y perfeccionismo.
Se afirma por doquier que el euskera forma parte de la identidad vasca, de lo que se colige que todo ciudadano vasco debe poseerlo. La verdad es que el argumento resulta tan borroso en su presentación que resulta difícil encararse con él. La idea de que la lengua determina una identidad, es decir, que cada lengua estructura los procesos perceptuales y cognitivos de sus hablantes hasta tal punto que organiza la mente en forma peculiar y distinta (la hipótesis Sapir-Whorf) está hoy en día totalmente desacreditada en antropología. Pero, incluso si así no fuera, incluso si fuera cierto que a cada lengua corresponde una identidad, no se comprende por qué razón ello autorizaría al gobierno a intervenir en materia de lenguas. Al revés, de tal dato debería derivarse la exclusión de cualquier proceso artificial de cambio lingüístico puesto que, si no me equivoco, equivaldría a un cambio coactivo de la identidad de las personas. Porque si la hipótesis es cierta, habría que admitir que los castellanohablantes poseemos una identidad propia y distinta, y que esta identidad resulta modificada y adulterada cuando se nos induce a conocer y practicar otro idioma. Es decir, que la política gubernamental borra nuestra identidad y nos inyecta otra distinta, algo que es anatema para cualquier defensor del particularismo identitario. Si la lengua determina la identidad, sea lo que sea ésta, cambiar de lengua, o añadir otra a la que ya posee el hablante, es un auténtico ‘identicidio’. Y no parece que sea razonable destruir la identidad de unos para conservar la de otros, a no ser que admitamos que hay identidades superiores e inferiores, unas a conservar y otras a borrar.
Dejando de lado la identidad, llegamos a uno de los argumentos más sentidos por los defensores de las políticas lingüísticas intervencionistas: la corrección de las injusticias del pasado. Aquí sí que se sienten seguros, con rara unanimidad, los que claman por imponer o fomentar el conocimiento y uso del euskera, el catalán o cualquier otra lengua de las que denominan ‘minorizadas’. Porque, verán, según el relato canónico del pasado que nos proponen, resulta que en un remoto tiempo todos los habitantes de un territorio tenían una lengua propia, hasta que llegó la otra, la extranjera, que mediante políticas brutales e impositivas fue cercenando el ámbito de uso de la propia y acabó minorizándola en su propia casa. No cabe mayor injusticia histórica que ésta de la lengua vernácula que se ve arrinconada en su propia tierra por la imperialista, prepotente y mayoritaria lengua extranjera. Una injusticia que clama, como es evidente, por su reparación actual, mediante políticas de apoyo y discriminación positiva a favor de la lengua tan violentamente reprimida en el pasado. Así, la actual política lingüística no sería en el fondo sino una forma de reparar el injusto curso de la Historia. Por eso estaría legitimada: porque la realidad que pretende cambiar es injusta.
A pesar de que podría hacerlo, no voy a discutir la veracidad de este relato del pasado; voy a aceptar a efectos dialécticos que, efectivamente, el pasado fue un proceso de violenta imposición de la lengua mayoritaria sobre el euskera, al que ha ido arrinconando por métodos indefendibles. Que así sea, si así les gusta contarlo a nuestros lingüistas. Lo que sucede es que, por mucho que adopte como cierto ese relato del pasado, no veo cómo podría deducirse de él la justificación de una política lingüística de ‘discriminación positiva’ a favor del euskera. Sí, ya sé que a primera vista parece evidente: las mujeres han sido discriminadas en el pasado, luego están ahora justificadas las medidas extraordinarias en su favor; las clases más desfavorecidas han sido tratadas injustamente en la Historia, luego sus integrantes merecen ahora una ayuda especial; el euskera ha sido maltratado en el pasado, luego merece ahora un apoyo aunque éste sea discriminatorio. La analogía ‘parece’ que funciona (en la apariencia reside el truco de las falacias), pero realmente el argumento carece de la más mínima lógica. Por una sencilla razón: porque cuando hablamos de discriminación positiva de mujeres, de campesinos, de proletarios o de inmigrantes hablamos de personas. En cambio, cuando hablamos de discriminación positiva del euskera, o del catalán, hablamos de cosas, no de personas. Y en ese ‘pequeño’ truco de sustituir personas por objetos (lenguas por hablantes) está toda la trampa del argumento, como es fácil de demostrar.
Tomen como referencia al hablante, a la única entidad moral en presencia, y verán lo que le pasa al argumento de la discriminación correctora. Partimos, según el relato canónico, del hecho de que unos euskaldunes fueron discriminados o maltratados en algún momento del pasado para forzarles a abandonar su lengua y sustituirla por el castellano. Otros no lo fueron tanto y consiguieron mantener su euskaldunidad. El caso es que llegamos así a la actualidad, en la que unos hablantes monolingües castellanos (descendientes de los discriminados injustamente) conviven con unos bilingües (descendientes de los no discriminados en la Historia). Yo mismo me considero un buen ejemplo de los primeros, pues recuerdo que dos de mis abuelos hablaban un euskera que no trasmitieron a mis padres (nunca les oí hablar de abuso e injusticia, pero sin duda lo sufrieron puesto que lo dice el canon). Bien, ¿qué hace hoy la política de discriminación correctora que se practica? Pues, aunque parezca increíble, trata peor a los que fueron discriminados negativamente en la historia y mejor a los que no lo fueron. Dicho de otra forma, vuelve a discriminar a los ya discriminados y añade una nueva injusticia a la anterior. Porque quien tiene menos posibilidades de empleo, quien es exigido para cambiar, quien tiene que hacer un esfuerzo adicional, es precisamente el descendiente del discriminado por la Historia. Mientras que para el favorecido por ella, que conservó felizmente su lengua, todo son premios adicionales.
Reconocerán que es un extraño método de corrección de injusticias, un caso que recuerda a la enigmática frase evangélica: «A quien tiene se le dará y le sobrará; a quien no tiene, incluso lo poco que tiene se le quitará» (Mateo, 13, 12). O en términos más simples: una injusticia se tapa con otra. Naturalmente, este extraño resultado tiene su explicación: si tomamos como unidad de actuación la lengua, en lugar de los hablantes, los resultados de cualquier política lingüística son aberrantes. Porque nunca se recordará bastante en esta materia una verdad así de sencilla: lo que importan no son las lenguas, son los hablantes.
Y llegamos así al último argumento en pro de la política de euskaldunización coactiva, ése que muchos de ustedes estarán pensando: vamos a ver, buen hombre, ¿no es mejor para usted como persona conocer otra lengua, no es un bien para sus hijos y nietos el dominar más idiomas, no les hace eso más ricos como personas? ¿Por qué entonces se opone a lo que no es sino un bien para usted mismo? Es el argumento ‘perfeccionista’ o ‘paternalista’ por excelencia, el que defiende la legitimidad de una política pública intervencionista cuando no persigue sino el bien de los ciudadanos, el hacerlos mejores. Es el argumento nacionalista por excelencia: queremos hacerle mejor a usted, ciudadano, queremos insuflarle identidad. Pero también es el argumento de fondo de tantas y tantas políticas públicas que cuidan de nuestra salud, nuestra seguridad, nuestro bienestar: ‘Es por su bien’. A este argumento sólo se puede oponer una palabra: libertad. Y quien no lo entienda, es porque tiene alma de lacayo, como dijo Alexis de Tocqueville. La biblia de la libertad afirma: «La única finalidad por la cual el gobierno puede con pleno derecho ejercer su poder sobre un miembro de una comunidad civilizada en contra de su voluntad es la de evitar que perjudique a los demás. Pero su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser legítimamente obligado a realizar o no realizar algún acto porque eso sería mejor para él, o porque le haría feliz» (John Stuart Mill, ‘On liberty’). Pues eso.