Con toda su dignidad a cuestas (Por Fernando García de Cortázar)
Una amenazadora diana con tu rostro o las siglas de tu partido en la puerta de casa no dice nada si la imaginación no pone algo de su parte. ¿Y qué ve la imaginación? Tu nombre en una lista de enemigos del pueblo -de asesinados futuros-; un pistolero siguiéndote a cada paso por las calles de tu ciudad; un fanático que supedita todo a la meta perseguida, que combate contra toda esa parte del hombre que no pertenece a la patria soñada, que se acerca por la espalda y te descerraja dos tiros en la nuca, aplastándote en la oscuridad. No es la primera vez que, tras una operación de la Guardia Civil contra ETA, vuelven a nuestra mente esas insoportables imágenes. Durante décadas, después de cada noticia de que la banda terrorista había mutilado o asesinado a personas inermes, la cabeza nos daba vueltas y nos preguntábamos cómo era posible, cómo todavía podía haber gente que siguiera pensando que al hombre le justifica en sus actos cualquier ídolo, el amor ciego a la nación, cualquier barbaridad y sacrificio cometido en su altar.
Y, sin embargo, era posible. Y quienes piensan y planean y llevan a cabo los crímenes saben ceder su asiento en el metro, al igual que Himmler, quien, a pesar de hacer de la tortura una ciencia y un oficio, entraba de noche en su casa por la puerta de servicio para no despertar a su canario favorito.
Sí, es posible. Durante mucho tiempo también fue posible en el País Vasco la vejación y el silencio, mirar hacia otro lado, callar o hablar en voz baja, no decir nada, no ver y no escuchar, y no querer saber mientras sonaban los disparos secos de las pistolas y los gritos orgullosos de quienes aclamaban a los criminales y celebraban el derramamiento de sangre. Fueron posibles la frialdad, el recelo, la murmuración -«algo habrá hecho…»-, porque no se trataba sólo de matar al adversario político. Había que aislarlo en el desprecio, matar su espíritu y humillar su alma; había que vestirlo de opresor y verdugo; había que situarlo por debajo de la dignidad: su destino debía ser el mutismo y vivir acomplejado en la persecución. Como sucedió en el caso de Gregorio Ordóñez, había que destruir incluso su lápida del cementerio.
Y en la creación de ese imaginario uniforme que convierte al perseguido en cómplice de su persecución, arrojando sobre su figura todo el cieno posible, se han aplicado mucho tiempo, seguros de su fuerza, los dirigentes nacionalistas. Los presuntos demócratas que adscriben al pueblo vasco prerrogativas inalienables, prerrogativas herederas de un pasado mitológico, patentes de corso para atacar cualquier Constitución que no reconozca el derecho de autodeterminación. Los Ibarretxes que comparten como meta esa Euskal Herria del asesino y proveen de fines al terrorismo al afirmar que sólo el asentimiento a la voluntad del pueblo vasco (es decir, de la comunidad nacionalista) puede poner fin al «conflicto» -esto es, sólo si se aceptan las exigencias nacionalistas, ETA dejará de matar-.
Siempre gana quien fomenta en el hombre lo que resulta más fácil: el conformismo, la tranquilidad. En mitad de la noche, el honor, la dignidad, el amor a la justicia y a la libertad requieren una terrible exigencia con uno mismo y con los demás. Es fatigoso, por supuesto. Y durante años, en el País Vasco del asesino y el profeta, muchos han estado fatigados de antemano.
Pero no todos. Junto a otros intelectuales de diversa procedencia ideológica, no lo estaban los profesores universitarios, escritores y gente de a pie que se agruparon en el Foro Ermua para alzar su voz contra la dictadura del silencio, contra los proyectos descaradamente totalizadores, contra el intento de poner fin al terrorismo a cambio de la imposición doctrinal del nacionalismo, partiendo de unas premisas que concedían ventaja a quienes habían apoyado o justificado el asesinato.
¿Qué querían estos ciudadanos que ayer contaron con la compañía de la izquierda y hoy despiertan tan hondas y fuertes antipatías en el Gobierno y entre cierto sector de nuestra progresía? ¿Qué querían estos ciudadanos, hoy resignados a ver cómo se lucha en guerras que ya fueron ganadas o perdidas y que, por eso mismo, ya no pueden obligar a nadie a realizar opciones trágicas; resignados a ver cómo se hace arqueología del 36 y se suprime el caballo de Franco mientras se echa tierra sobre la voz desarraigada del País Vasco y se elogia al jinete histérico del blanco caballo sabiniano?
Querían un lenguaje claro y respetable. Para personas que durante años eran conscientes de que al escribir un artículo o firmar un manifiesto podían pagarlo con la persecución, e incluso la muerte, era evidente que las palabras tenían su valor y debían estar muy pensadas. Había que abandonar el lenguaje superficial instaurado en tiempos de la Transición, porque la fuerza del nacionalismo vasco ha residido, también, en las flores retóricas y la frase vaporosa de quienes no comparten su mitología. Losas metálicas con las que, durante mucho tiempo, nos amurallamos ante el abismo de la miserable realidad y con las que aún piensan algunos que nos podemos amurallar.
Sirva como ejemplo una de las frases más repetidas: «Todas las ideas y opciones son válidas e igual de legítimas en democracia». ¿Todas? ¿Lo es, por ejemplo, gritar «¡Mueran los judíos!»; ¿Lo es considerar la superioridad de la raza blanca sobre la negra como principio del cuerpo político?; ¿o la sumisión de la mujer al hombre como piedra de toque social?; ¿o una religión nacional cuya significación política deriva de acorralar, expulsar o asesinar al discrepante?
«¡Respeto al hombre!», decía Saint-Exupéry en su carta a un amigo judío atrapado en la Francia ocupada. Éste fue también el grito que aglutinó al Foro Ermua. ¡Respeto al hombre!: la individualidad del ciudadano y sus derechos por encima de la individualidad de la patria imaginaria y su visión unitaria; laicismo no sólo frente a la fe, sino también frente a la nacionalidad entendida como religión. Si los usos nacionalistas habían oscurecido como defecto esa generosidad del corazón que rechaza toda transacción con los asesinos y sus muñidores, hubo que restaurar la capacidad de decir no. Y si la vergüenza, el miedo y la mentira eran las condiciones de vida, hubo que aceptar la intransigencia como el más imperioso de los deberes. Hubo que decir de manera clara y firme que la paz consiste en el disfrute sin coacciones ni amenazas de las garantías constitucionales vigentes en nuestro Estado de Derecho, que cualquier cesión política, cualquier canje de ventajas políticas a cambio del fin del terrorismo no significa sino aceptar el triunfo del terror sobre la democracia y, en definitiva, la derrota de quienes han luchado frente a ETA y sus servicios auxiliares.
Nada nuevo han sostenido el Foro Ermua y otros ciudadanos a lo largo de lo que muchos, grotescamente, se han empeñado en llamar proceso de paz. Lo nuevo ha sido la elección de Zapatero, que ha decidido instalarse en la moral de las concesiones, que parece haber reclamado el derecho a la fatiga y a blindar ésta de cualquier crítica. Lo que sí ha representado una lamentable novedad respecto a la legislatura anterior ha sido la ingenua convicción de que aplacando a la fiera con simples guiños, y falseando sus afilados colmillos por dientes de leche, la fiera iba a dejar de ser fiera.
Después de tantos años de padecer sin tregua ni alivio los golpes de ETA, deberíamos saber ya que cada mediocridad consentida, cada abandono y cada molicie nos hacen tanto daño como los planes criminales del terrorista. Júzguese el efecto desmoralizador que produce en este clima la voz gubernamental que pide silencio a quienes en el País Vasco se han rebelado contra la tiranía y los dioses de la patria; que se replieguen sobre sí mismos; que no se subleven ante la mentira, el chantaje de un terrorista al Estado, la legalización mediática de Otegi y Batasuna, el permanente desafío a las leyes y al poder judicial por parte del lehendakari. Que pide que no hablen, que no escriban, que no se agiten, que no sean, que ya no luchen por ese matiz que separa la dignidad de la vileza, porque, según parece, esa lucha ya no significa sino lo que los dirigentes nacionalistas dijeron siempre de ella, señalando a sus representantes todos los días como odiadores, antivascos, españolazos, guerra-civilistas… Diríase realmente, al oír a algunos, que ya no es necesaria esa voz justa que nos dé la verdad sin la vergüenza, esa pasión de la inteligencia y el corazón sin la cual ninguna esperanza, ningún futuro, ninguna sociedad sana, puede perfilarse.
¿Por qué, se me dirá, volver sobre este debate? Porque, en verdad, no hay cuestión más urgente. Porque hay una manera de amar un país que consiste en la sublevación moral ante la violencia del tiro o del discurso, de la matanza o de la exclusión; que consiste en no querer lo injusto y en decírselo. Y, además, es preciso hacerlo para que los hombres y mujeres que se oponen en el País Vasco al nacionalismo obligatorio se acuerden de que no están solos, para que sepan que la heroicidad del no en esa tierra jamás es un desierto.
Porque ellos, el Foro Ermua y demás movimientos contestatarios, que, en medio del fanatismo y de la noche, intentan la vía de una honradez desprovista de reposo, han pagado muy caro, y siguen pagando. Han pagado el precio impuesto por una comunidad nacionalista que no permite ninguna diferencia, ninguna discrepancia. Son los enemigos del pueblo-paraíso prometido.