Las incongruencias Gorriarán: el totalitarismo democrático.
Ha llegado un documento precioso. Es acojonante el tío este. Te mete un farragoso rollo pseudo argumentativo, y como está convencido de la imbecilidad intrínseca de cualquiera que no sea él mismo, se cree que cuela. Según nos remiten, su último logro intelectual consiste en defender el atropello venezolano de UPyD como la única demoracia interna posible. Con cierta coña irónica, porque se basa en que todo crítico de la dirección es solo un elemento local -y por tanto un perturbador del proyecto y jodechincho de los dioses. La coña consiste en que la tesis no es del todo falsa, puesto que el esquema de comunicación de UPyD se basa en que lo único no local del partido sea su dirección. Y cuando ocurre lo impensable, que en las elecciones al Consejo de Dirección se presenta una alternativa -inevitablemente “no local”, lo primero que hay que hacer es acabar con ella con el oportuno expediente y pérdida preventiva de derechos. Y así vuelven las aguas a su cauce, y toda critica es solo “intereses locales”, bastardos por definición.
¿Donde queda aquello de …?
Es cierto que los estatutos de los partidos garantizan muchos derechos a los militantes e imponen numerosas limitaciones a los cargos, pero la inexistencia de competencia interna en forma de oposición reconocida, y la coincidencia de las funciones de juez y parte en los mismos círculos de poder, suelen dejarlas en nada. Todos los esfuerzos se dirigen a reforzar el monolitismo y a excluir a los disidentes, prioridad que a la larga redunda en el empobrecimiento intelectual de los cargos partidarios, cooptados entre la afiliación más sumisa y más ansiosa de disfrutar la carrera política que sólo el partido -el aparato- puede darle [-->].Debe ser que eso era teoría, y ahora estamos en la práctica. En la practica, al menos en la de Gorriarán, lo que en teoría era sana "competencia interna" se convierte en "hostilidad" a la dirección. Y eso no puede ser, por definición.
También se forra a hablar de falacias. Las de los demás, claro. Pero empieza con la mayúscula falacia de ridiculizar las tesis contrarias cambiando la pretensión de un mínimo de democracia interna por la de la “democracia perfecta”. Así consigue su anhelado sueño de ser el único inteligente del mundo. Transforma la tesis opuesta en ridícula, y como no hay debate y la otra parte no puede hablar, eso es lo que hay. Desde que puso su blog “de vacaciones”, y luego lo despertó con mordaza, la vida es jauja.
Y ya que le gusta señalar tanto las inventadas falacias ajenas, me voy a permitir señalarle un ejemplo de las suyas. Citando, y no a base de “me lo han dicho”, como las que pone él.
No voy a justificar aquí en detalle la conveniencia de que nuestro Consejo de Dirección se elija mediante la competición entre listas cerradas. Baste decir que un órgano ejecutivo cualquiera, equivalente en cierto modo al Gobierno de una nación, no puede incluir en su seno, si quiere se efectivo, su propia oposición.Ya. Y para eso se han inventado hace mucho tiempo los sistemas de evitar ese problema. Fundamentalmente, o la elección del presidente del ejecutivo por el deliberativo, o la elección directa por las bases de quien ha de gobernar. Y en ambos casos el elegido nombra su gobierno. ¿Fácil, no? No hay problema alguno de oposición dentro del ejecutivo. Pues no es tan fácil para UPyD, que tiene que reinventarse la democracia. Será porque es más entretenido, o será porque es más conveniente para el que se mete a inventor. Pero eso no quiere decir ni que sea la única forma posible, ni mucho menos que sea la mejor.
Tampoco es manca la falacia de la “dispersión del voto”.
El delegado típico al Congreso tiene, en general, una visión fuertemente local de la Organización: se ve a sí mismo como miembro de la delegación de Valencia, o de Asturias, o de Murcia. En la mayoría de los casos, su horizonte organizativo es estrictamente provincial. Es cierto que conoce a algunos dirigentes nacionales del Partido, pero muy pocos de ellos se van a presentar al Consejo Político, ya que casi todos forman parte de la candidatura presuntamente mayoritaria al Consejo de Dirección.¿Y por qué será que el delegado típico del congreso tiene una visión fuertemente local de la Organización? ¿Acaso es un asunto local el federalismo de intensidad taralalá? ¿Es un asunto local el establecimeinto -o no- de mecanismos tipo "checks and balances", que hasta Gorriarán a nadie se la había ocurrido que fueran "principios de purismo democrático", sino precisamente buenas prácticas, y bien probadas? ¿O será que hay cosas que en UPyD nunca se han discutido, ni se van a discutir, porque se corre el riesgo de que se note de qué lado están las falacias?
Como me decía un amigo el otro día,
si me apunto a una sociedad taurina, es para hablar de toros. Y si me apunto a un partido político, será para hablar de política. UPyD debe ser una cosa distinta.Y tan distinta. Como que lo que dice CMG es cierto. "El delegado típico al Congreso tiene, en general, una visión fuertemente local de la Organización" Y ahí se debe de quedar, hablando de organización -y local, que la política es cosa de los dioses. Y como no hay política, solo candidatura 1, y en su caso también candidatura 2, todo lo que se espera de él es que vote por la candidatura 1, que para eso es la 1.
Y ya de paso que nos olvidamos de la sana competencia interna, dejamos de lado los estorbos como evitar el fenómeno de juez y parte, el control del poder, y otros absurdos “purismos democráticos”. En resumen: una mayoría, un líder,una acción. ¿Pero lo firma Carlos Martínez , o se trata de Carl Schmidt [–>]?
Pasen , y lean:
DOS CONCEPCIONES DE LA DEMOCRACIA INTERNA EN EL PARTIDO
Esta es una reflexión de carácter general sobre dos concepciones acerca de la democracia interna en las organizaciones políticas –dos concepciones no solo distintas, sino enfrentadas, que conviven en UpyD y que a nuestro juicio están en el origen de muchas de las dificultades que sufrimos en este terreno.
1. El espejismo de la democracia perfecta.
La democracia no es un sistema perfecto. Es más, la democracia es un sistema necesariamente imperfecto. Y el que afirme lo contrario, el que trafique con la idea de una democracia presuntamente perfecta, está fuera de la realidad o se entrega sin más a la demagogia. Lo mismo ocurre con la democracia dentro de las organizaciones políticas, con la democracia interna de y en los partidos.
No hay fórmulas infalibles para instaurar una democracia perfecta en el seno de un partido. Los que sostienen otra cosa, o son unos ingenuos, o están probablemente defendiendo unas normas de funcionamiento interno diseñadas a la medida de sus ambiciones de poder, aunque esos interesados partidarios del purismo democrático presenten tales normas como la quintaesencia de la democracia.
La democracia, es cierto, tiene principios y una serie de reglas generales. Pero no se edifica a través de la mera aplicación de recetas indiscutibles. En general, la cuestión de la democracia interna se resuelve encontrando, no tanto la fórmula perfecta del funcionamiento democrático, como una serie de buenas prácticas probadas y siempre revisables de acuerdo con la experiencia.
Cualquiera de las formas de funcionamiento democrático inventadas hasta el momento tiene contraindicaciones. De lo que se trata, pues, es de minimizar esos efectos indeseables mediante un sistema de “frenos y equilibrios” que evite disfuncionalidades graves. De hecho, y como tendremos ocasión de mostrar, es frecuente que la aplicación dogmática de reglas inspiradas por determinados principios de purismo democrático, conduzca a resultados obviamente antidemocráticos. Esta es una de las numerosas y variadas paradojas de la democracia que han sido objeto de estudio académico desde hace tiempo.
Contra lo que pudiera parecer, no me estoy refiriendo a problemas estratosféricamente teóricos, sino muy concretos. Nosotros mismos, en UPyD, hemos tenido que afrontar recientemente el problema que apunto, a saber: el de cómo reglas de democracia interna animadas por las mejores intenciones democráticas pueden inopinadamente llevar, en su aplicación, a resultados claramente antidemocráticos.
2. Un ejemplo de posible resultado antidemocrático a partir de la aplicación de un sistema de reglas superdemocrático.
Según el Reglamento del Primer Congreso, este debía elegir los órganos fundamentales del Partido y en especial los dos más importantes: el Consejo de Dirección y el Consejo Político. El primero se concebía (y se concibe) como órgano ejecutivo y el segundo como órgano deliberativo. De ahí que el procedimiento escogido para elegir el Consejo de Dirección fuera de listas cerradas y por sufragio de todos los afiliados, en tanto que la forma de elección del Consejo Político se decidió que fuera el voto de los delegados al Congreso y con listas abiertas.
No voy a justificar aquí en detalle la conveniencia de que nuestro Consejo de Dirección se elija mediante la competición entre listas cerradas. Baste decir que un órgano ejecutivo cualquiera, equivalente en cierto modo al Gobierno de una nación, no puede incluir en su seno, si quiere se efectivo, su propia oposición. Un órgano ejecutivo no es un parlamento. Debe tener una coherencia interna sin la cual pierde inevitablemente eficacia y puede incluso llegar a la parálisis. En todo caso, el órgano en el que debe expresarse la pluralidad interna del partido es el Consejo Político, no el Consejo de Dirección.
Es evidente que los autores del Reglamento tuvieron al redactarlo la intención de combinar la más escrupulosa transparencia e inmediatez democrática con una cierta aplicación del principio de la división de poderes. El resultado de conjunto ha sido, tanto en lo estipulado por ese Reglamento como en la ponencia de Organización y Estatutos finalmente aprobada por el Congreso, un marco normativo que no es exagerado calificar de superdemocrático.
Sin embargo, los creadores de ese marco normativo posiblemente no llegaron a percatarse de que el procedimiento escogido para elegir el Consejo Político podía conducir, por las propias características de su diseño y con una alta probabilidad, a resultados claramente antidemocráticos. La clave del asunto estaba, y sigue estando, en el grado natural de dispersión del voto espontáneo de los delegados al Congreso.
Veamos cómo se produce esta dispersión del voto. El delegado típico al Congreso tiene, en general, una visión fuertemente local de la Organización: se ve a sí mismo como miembro de la delegación de Valencia, o de Asturias, o de Murcia. En la mayoría de los casos, su horizonte organizativo es estrictamente provincial. Es cierto que conoce a algunos dirigentes nacionales del Partido, pero muy pocos de ellos se van a presentar al Consejo Político, ya que casi todos forman parte de la candidatura presuntamente mayoritaria al Consejo de Dirección.
De manera que la tendencia natural del voto espontáneo de la mayoría de los delegados viene a ser la de votar a los conocidos con los que esos delegados se llevan bien; es decir, la de votar casi en exclusiva a los miembros (amigos) de su delegación provincial o, todo lo más, regional.Si los delegados hubieran seguido esta tendencia natural, la mayoría de ellos no habrían votado a más de 20 o 30 nombres de una larguísima lista de candidatos (más de 400) al Consejo Político. En consecuencia, la dispersión de los resultados de la votación habría sido enorme.
Imaginemos que, en esas circunstancias, una minoría compacta y decidida de delegados opositores a la mayoría del Partido –representada por el Consejo de Dirección elegido justo en ese momento por la afiliación, con un resultado aplastante—decide votar unánimemente a “su” lista de candidatos al Consejo Político. Está claro que bastaría con que un centenar de delegados, de un total de 500 –es decir, una clara aunque activa minoría–, se comportaran de ese modo para que esa minoría lograra obtener una amplísima mayoría de los puestos del Consejo Político. Nos encontraríamos, pues, ante un resultado claramente antidemocrático (100 delegados se habrían impuesto a la voluntad de los otros 400, gracias a la dispersión del voto de estos); un resultado, sin embargo, posibilitado por el respeto escrupuloso de reglas impecablemente democráticas.
Todos los que participamos en el Primer Congreso sabemos que no habría sido inimaginable que en él se hubiera producido el siguiente resultado electoral: un Consejo de Dirección elegido por un 80% de los votos emitidos por los afiliados, y un Consejo Político dominado en un 80% de sus puestos por representantes de una minoría antagónica con esa Dirección y elegida, para más inri, por solo un 20% de los delegados a nuestra magna asamblea. Si este resultado tan escasamente democrático no es algo así como la tormenta orgánica perfecta, se parece mucho a ella.
Porque, naturalmente, los beneficiarios del “golpe de mano estadístico” que acabo de describir se desgañitarían proclamando la limpieza democrática de su triunfo, y reclamarían perentoriamente todas las prerrogativas del poder orgánico conquistado de esa manera tan dudosa. Con lo que nos veríamos abocados a una situación virtualmente insostenible: la de un Consejo de Dirección permanentemente hostilizado por un Consejo Político dominado por una sólida “mayoría minoritaria” opositora. Además de ser este un resultado claramente antidemocrático, sería un resultado de consecuencias virtualmente suicidas para el Partido.
Es evidente que la única manera de evitar que en situaciones de esa índole se impongan a la organización alternativas minoritarias y equipadas, además, con una peligrosa carga destructiva, es responder a ellas con la misma moneda. ¿En qué sentido? Asumiendo sin complejos que los representantes más significados de la alternativa mayoritaria deben orientar también el voto de los delegados, rompiendo así la dispersión que es una característica congénita del voto espontáneo de estos. En suma: la única manera de evitar el golpe de mano estadístico al que me refiero es enfrentar una lista nacional mayoritaria de candidatos a cualquier lista nacional minoritaria que pueda presentarse.
Conviene señalar que la eventualidad que se comenta –que una minoría organizada se haga, antidemocráticamente, con el control del Consejo Político— no es una posibilidad entre otras muchas: es el resultado casi inevitable –salvo que se actúe en el sentido recién indicado—del mecanismo de elección de ese órgano establecido primero en el Reglamento y después en los Estatutos. En otras palabras, estamos hablando de una eventualidad que se va a repetir una y otra vez en procesos electorales parecidos, porque está estructuralmente ligada a ellos: siempre habrá una minoría que se aproveche de la dispersión espontánea del voto que venimos comentando para intentar su particular golpe de mano estadístico.
Para una Dirección que, como la que ahora tiene nuestro partido, descansa en una clara mayoría democrática, sería de una irresponsabilidad manifiesta permitir que una minoría de cualquier pelaje se hiciera con el poder orgánico a través de maniobras de ventajismo estadístico como la descrita. Por consiguiente, en procesos electorales parecidos al del Consejo Político nacional, la elaboración por la correspondiente dirección de listas recomendadas es no solo éticamente impecable, sino políticamente imprescindible para evitar resultados que además de antidemocráticos son gravemente desestabilizadores para la Organización.
Creo que esta línea argumental que acabo de esbozar debemos desarrollarla, asumirla y defenderla sin vacilaciones ni complejos. No podemos estar a la defensiva en este terreno y andarnos con excusas como decir que lo que pasó en el Primer Congreso fue algo excepcional, impuesto por las circunstancias, que vamos a procurar no tener que volverlo a hacer en adelante, etc. Porque esas circunstancias se van a dar prácticamente siempre, forman parte del código genético de este tipo de elecciones y así hay que explicarlo a todo el que cuestione el derecho moral de la mayoría, o si se prefiere, de la Dirección, a disponer, en este terreno, de los mismos derechos electorales –ni uno más, pero también ni uno menos—que cualquier minoría, por crítica que sea. Mas adelante volveré sobre esta idea.
3. El descontento de los agraviados.
La aparición en el Congreso de una lista oficiosa para el Consejo Político, y sobre todo el hecho de que esa lista arrasase y copara la práctica totalidad de ese órgano, provocó una oleada de descontento en cuyas causas conviene detenerse.
Ese descontento tuvo, a mi juicio, dos procedencias. Por una parte, la representada por los “críticos” ya estructurados como tendencia. La frustración de estos era previsible, pues no consiguieron ninguno de sus objetivos: su golpe de mano estadístico quedó no ya neutralizado, sino completamente anulado por la contrainiciativa de la Dirección.
El arco de los descontentos fue sin embargo más amplio, y abarcó muchos delegados no claramente incluidos en la corriente “crítica”. La razón de su disgusto es clara: sus expectativas de entrada en el Consejo Político se vieron desmentidas por los hechos. Es obvio que fueron muchos los afiliados que creyeron tener alguna posibilidad de resultar elegidos como miembros de este órgano. Para él, y como ya he apuntado, se presentaron más de 400 candidatos. ¿Por qué fueron tantos, y por qué les resultó tan frustrante no conseguir ser, en su gran mayoría, elegidos?
La respuesta se puede encapsular en una frase: muchos de esos candidatos habían fundado sus esperanzas en cálculos locales de votos. O dicho de otro modo: habían contado, de manera más o menos consciente, con que se iba a producir esa gran dispersión en el voto que hemos descrito arriba. Esa extrema dispersión, como se ha apuntado antes, habría en efecto posibilitado obtener un puesto en el Consejo Político con unas pocas docenas de votos.
Hubo, creo, mucha gente que hizo sus cálculos en esos términos: pensó que con un buen apoyo de los delegados de su provincia o región (apoyo que pensaban conseguir mediante el viejo procedimiento del “tú me votas a mí, yo te voto a ti”) conseguirían las dos o tres docenas de votos que en su previsión podrían darles opciones a un puesto de consejero.
De ahí la intensa frustración que sin duda supuso para muchos de esos delegados el comprobar que, inopinadamente, “les habían cambiado las reglas de juego” asumidas por ellos y en las que habían basado sus esperanzas. En realidad, más que las reglas lo que se revelaba diferente era el terreno de juego mismo, que de local pasaba a ser nacional como consecuencia de la aparición de listas a esa escala. No es extraño que, de forma totalmente injustificada aunque humanamente comprensible, buena parte de esos delegados, en lugar de achacar su error de cálculo a sí mismos, hayan aparentemente decidido culpar del mismo a un supuesto juego sucio de la Dirección.
4. Una concepción local frente a una concepción nacional del Partido.
Las frustraciones ocasionadas por los resultados del Primer Congreso –y en especial por la forma como se concretó la elección del Consejo Político—profundizaron unas actitudes recelosas con la Dirección que ya estaban presentes en el Partido con anterioridad, pero que cobraron nuevo impulso entre los delegados descontentos con esos resultados. La concepción del Partido de los llamados “críticos” ganó así alguna influencia en ciertos medios que hasta ese momento no se habían inclinado claramente por sus planteamientos.
Esa concepción del Partido puede describirse de forma sencilla mediante un simple término: localismo. El “crítico”, típicamente, es un militante con cierta capacidad de liderazgo y que en esencia lo que pretende es acumular poder orgánico, utilizando como palanca para ello el enclave organizativo –local, provincial o territorial—en el que se mueve. Lejos de ser un mero afiliado de base, el “crítico” suele ser casi siempre un militante activo, que se ve a sí mismo como dirigente en potencia y que, justamente por eso, entra inevitablemente en competencia y en conflicto con la Dirección existente –en especial con la dirección que controla directamente por arriba su ámbito de actuación.
Desde luego, el “crítico” no proclama abiertamente que su objetivo es el poder. Al contrario, disfraza ese objetivo con los sugestivos ropajes de una presunta “defensa de la democracia en el interior del Partido”. Lo que él hace, según su propia y embellecedora versión del asunto, es defender, digamos, el derecho de los afiliados de base a elegir a sus dirigentes –como si hubiera alguien en nuestro partido que cuestionara ese derecho-. Pero, en realidad, lo que está reclamando es su propio “derecho” a resultar efectivamente elegido por sus bases –por aquellos afiliados que cree que puede pastorear.
Por eso el “crítico” entiende los procesos electorales de manera ventajista: son justos y democráticos si maximizan sus posibilidades de ganar; son injustos y antidemocráticos en caso contrario (para un ejemplo concreto, remito al lector más arriba, al análisis de las reacciones provocadas por el proceso de elección del Consejo Político).
No es casual que haya “críticos” que digan –yo los he oído—que “la Dirección la deben elegir los afiliados, y para ello hay que evitar la presencia de una lista oficiosa respaldada por la Dirección saliente”. Obsérvese el cúmulo de inconsistencias que contiene este planteamiento. En primer lugar, se basa en una contraposición curiosa entre “afiliados” y “Dirección”. ¿Acaso la dirección del Partido, a todos los niveles, no se compone de afiliados? ¿O es que se va a expropiar a esos afiliados pertenecientes a cualquier nivel de dirección (excepto, se supone, aquel en que se encuadra el “crítico” de turno) de los derechos (electorales, en este caso) que tiene cualquier (otro) afiliado? Más en concreto, ¿se va a negar a los afiliados que forman parte de direcciones de uno u otro rango el derecho a proponer listas electorales, y a formar parte de ellas, como puede hacer cualquier (otro) afiliado del Partido? Es claro que esto representaría una masiva expropiación de derechos para una parte significativa de nuestra militancia. ¿De veras se está proponiendo eso?
Es evidente que el voto de los afiliados de la dirección en todos sus niveles vale lo mismo que el de cualquier otro afiliado. En los partidos democráticos no existe el voto de calidad, no hay discriminación positiva alguna en este sentido. ¿Hay que discriminar negativamente a los afiliados que ocupan cargos de dirección, prohibiéndoles hacer lo que cualquier otro afiliado tiene derecho a hacer? ¿A qué dirigentes afectaría esa discriminación? ¿Se aplicaría ya a los miembros de los comités locales? ¿O solo al nivel de dirección con el que yo, “crítico”, estoy enfrentado porque ambiciono situarme en él? ¿Y en nombre de qué principio se justificaría esa prohibición?
Algunos “críticos” tienen preparada una respuesta a esto aparentemente ultrademocrática: los cargos directivos no deben formar, ni siquiera aconsejar, listas electorales propias porque, si lo hicieran, estrían abusando de su poder sobre todos los niveles inferiores de la organización. Aclaremos un poco los conceptos: los dirigentes de una organización política como UPyD solo tienen “poder orgánico” sobre los cargos jerárquicamente dependientes de ellos (por ejemplo, un coordinador local tiene poder, en este sentido, sobre el correspondiente responsable de comunicación). Esos dirigentes no tienen ningún poder sobre los afiliados en cuanto tales, y menos en el terreno electoral (cualquier afiliado puede votar lo que le dé la gana diga lo que diga la Dirección, como se demostró en el Congreso). Lo que sí puede tener esa Dirección es influencia sobre esos afiliados (es lo que en UPyD tiene, de manera sobresaliente, Rosa Díez). ¿Se va a expropiar también a la Dirección esa capacidad de influir sobre el resto de la afiliación? ¿Y cómo se hace eso? ¿Hay que prohibirles, por ejemplo, hacer declaraciones?
Supongamos que el “crítico” en cuestión se niega a admitir esa distinción entre poder e influencia y sigue sosteniendo que la Dirección puede presionar a los afiliados, y que por eso se deben recortar sus derechos electorales. Examinemos de cerca el argumento. Está claro que la dirección que más puede presionar al afiliado de base es la de su comité local. Es con esa dirección con la que tal afiliado tiene contacto directo y frecuente, es ella la que puede proponerle ocupar algún carguito, etc. ¿Habrá entonces que prohibir a los dirigentes locales del Partido que apoyen listas electorales, formen parte de ellas, etc.? Seamos serios.
Soy consciente de que estos argumentos no harán cambiar de opinión a la mayoría de los “críticos”. En general, los intereses engendran convicciones y las convicciones generan evidencias. Me contentaría con hacer ver al menos a algunos de esos “críticos” que sus argumentos no son tan sólidos como creen, que a casi todos se les puede dar la vuelta como un calcetín y que su pretensiones de instaurar un régimen supuestamente ultrademocrático (en realidad, descaradamente ventajista) en nuestro partido es, como poco, discutible.
Para apoyar sus posiciones, una de las tareas a las que se han aplicado los “críticos” ha sido la de someter nuestros Estatutos a una especie de deconstrucción interesada. La cosa tiene su vertiente irónica. Nos estamos quejando como Partido de las lecturas interesadas de la Constitución que, impulsadas por los nacionalistas, están modificándola por la puerta de atrás; y ahora mismo estamos asistiendo, justamente, a
una relectura interesada de nuestros estatutos. Una relectura que pretende trastrocar el régimen de funcionamiento de nuestra organización también por la puerta trasera y sin que nos demos cuenta del cambio sustancial que representa esa modificación.
La cosa pretende realizarse a través de la distinción entre “derechos y obligaciones legales” (aquellos realmente reconocidos por la letra y el espíritu de nuestros estatutos) y “derechos y obligaciones morales” (que no aparecen para nada en esos estatutos, pero que el “crítico” se inventa sobre la marcha y según su conveniencia). Yo he oído decir, por ejemplo, que la Dirección saliente no tenía el “derecho moral” a impulsar una lista propia al Consejo Político, aun reconociéndose el carácter plenamente legal de esa actuación de acuerdo con la literalidad de los estatutos.
¿En qué quedamos? ¿Nos debemos regir por una normativa legal claramente especificada o por una intuición moral que cada cual va a interpretar como le convenga? ¿Es democrático introducir ese elemento de inseguridad jurídica en una organización política? ¿O no será más cierto que el funcionamiento democrático de un partido exige que las reglas del juego sean claras, que los afiliados se atengan a ellas y que exijan que valgan para todos?
5. La falacia del “basismo”.
El localismo “crítico” tiene como ideología autojustificativa lo que llamaré el “basismo”. Este consiste en el intento de monopolización de la representación de “las bases” por parte de un dirigente –o aspirante a dirigente—de cualquier nivel (local, provincial, territorial e incluso nacional). Al tiempo que aspira a esa monopolización, el basista niega a las direcciones por encima de la suya (y, sobre todo, a la que ocupa el escalón inmediatamente superior) cualquier capacidad de hablar en nombre de las bases ni de representarlas en ningún sentido.
Al basista no se le pasa por la cabeza que una dirección superior a la que él mismo encarna pueda representar tan bien como él o mejor a “las bases” (y, en especial, a las que él entiende como “sus bases”). Desde su punto de vista esa dirección es una cosa y las bases (a las que el basista dice representar en exclusiva) otra completamente distinta.
Inevitablemente, el basismo acarrea una cadena de expropiaciones en las atribuciones y derechos de toda dirección de nivel superior a aquel en el que está instalado el basista. La primera expropiación se fundamenta, como ya se ha apuntado previamente, en la contraposición entre Afiliación y Dirección. El basista niega –al menos en el terreno simbólico—la condición de afiliado a cualquier miembro del nivel de dirección que él decida convertir en objeto de su recelo y, posteriormente, de sus ataques.
La segunda expropiación decretada por el basista sobre la dirección de uno u otro rango consiste en negar a los miembros de esta capacidades que se reconocen a cualquier afiliado. De manera que, por ejemplo, y según ya hemos visto, los afiliados de la dirección serían los únicos que NO tendrían la capacidad de, digamos, presentar una lista a una elección.
Desde el punto de vista del basista, y de manera un tanto curiosa, cualquier grupito de afiliados reunidos en un bar, o en torno a una paella, pueden proponer una lista, EXCEPTO los miembros del órgano de dirección que esos autoproclamado paladines de las bases consideren incómodo. Es evidente la expropiación moral de derechos que el basista opera sobre los afiliados que componen cualquier dirección superior aquella a la que él mismo, posiblemente, pertenece.
Afortunadamente UPyD se ha dotado de un antídoto poderoso contra esa manifestación menor de nuestro castizo localismo que es, en el fondo, la corriente “crítica” y su ideología basista. El antídoto en cuestión es la elección directa, por todos los afiliados, del Consejo de Dirección nacional. Esa elección directa, y más cuando produce un resultado tan contundente como el que obtuvo la candidatura mayoritariamente votada durante el Congreso, ha neutralizado el intento “crítico” de imponer al Partido su interesado concepto de democracia interna.
Tras el Congreso ha quedado claro que si alguien tiene derecho a reclamar la representación de “las bases”, no son los “críticos” de aquí y de allá. Es la actual Dirección Nacional, elegida por más del cuádruple de votos de los que obtuvo la alternativa “crítica”. Una Dirección que representa, justamente, todo lo contrario del localismo, y ello por varias razones: en primer lugar por el carácter nacional de nuestro liderazgo, centrado en la figura de Rosa Díez, pero también en otros referentes (Savater, por ejemplo). Se trata de figuras nada locales, figuras de genuina dimensión nacional. En segundo lugar, por el modo como esa Dirección fue elegida, en un acto soberano de la totalidad de los afiliados de nuestro partido. En tercer lugar, por el carácter nacional
de nuestro programa y de nuestra forma de hacer política, consistente en decir lo mismo en todas partes. Y en cuarto lugar porque somos gatos escaldados: nacimos como partido de la aguda conciencia del desastre al que conducía el localismo político –no solo el representado por los nacionalistas, sino también el que ha convertido a los dos grandes partidos antes nacionales en confederaciones más o menos laxas de baronías autonómicas.
En UPyD, si algo tenemos claro, es que no vamos a seguir ese camino.
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A mi tampoco me cabe ninguna duda. Lo que me parece es que Zapatero lo plantea mucho más fácil.
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Documentación imprescindible: