El consenso científico, y yo.
Os voy a contar mi anteúltima experiencia con el “consenso científico”, que explica muy bien mi relación con él.
Tuve una fase de casi dos lustros padeciendo una gastritis crónica, que se manifestaba todos los días. Vivía básicamente de antiácidos, y algo de comida. Hasta que un día en la sección de salud de El Mundo leí que había un par de médicos australianos que opinaban que la gastritis y la úlcera no estaban causados por la comida, o los nervios, o el tabaco, sino por una bacteria. También decía el artículo que había un consenso científico en sentido contrario, y que a los australianos les resultaba imposible publicar sus hallazgos, porque las revistas y los congresos no querían enfrentarse a la industria farmacéutica, que se forraba vendiendo antiácidos.
Pregunté a los médicos, y todos me dijeron que lo de los australianos era una tontería y que había un consenso científico. Así que pregunté a mi veterinario, hombre de mucho sentido común y poco consenso, y me dijo que era muy fácil hacer un experimento: tomar un antibiótico común y genérico durante dos semanas, y si notaba diferencia quería decir que sí se trataba de una bacteria. Y que si se daba ese caso, la cuestión después era averiguar cual era el mejor antibiótico para ese bicho concreto.
Le hice caso, y se notó diferencia: se acabó la gastritis durante tres meses enteros. Y seguí el resto del plan, por supuesto, aunque no puedo entrar en detalles porque podría haber acusaciones de intrusismo profesional. El caso es que gracias a no fiarme del consenso científico, y sí del sentido común, me curé la gastritis muchos años antes que el resto de la humanidad. Y ahora, no hay supuesto consenso ni gaitas que me impidan pensar, y mirar.
Consensos científicos ha habido muchos. Por ejemplo hubo uno según el cual el sol era una bola de carbón. Y era consistente con la historia bíblica de que la tierra tenía unos pocos miles de años. Pero los geólogos acabaron jodiendo ese consenso. También hubo un consenso acerca de que el espacio interestalar estaba relleno de “éter” (aether), por el cual círculaban las ondas de radio y las de la luz. Aún hoy se puede escuchar la frase de “salir al éter”, por emitir una estación de radio. Pues tampoco sirvió de mucho el que fuera un consenso. El éter no existe. Así que lo mejor que se puede hacer cuando uno se encuentra frente a estos consensos, es distinguir entre un conseno basado en pruebas y en predicciones acertadas, y un consenso basado en la falta de datos y en la falta de una explicación mejor, que solo prueba el desconocimiento que hay en esa materia. No todos los “consensos” son lo mismo. Ni mucho menos.
La palabra ciencia viene de conocimiento; no de verdad. La ciencia trata de explicar como funciona el mundo. Y para que una explicación resulte útil, no es necesario que sea la verdad; basta con que sea consistente con los hechos conocidos hasta el momento, y con que pueda hacer predicciones válidas. El calentamiento global es más inconsistente que consistente con los hechos conocidos, y no ha hecho ni una sola predicción válida hasta el momento. Igual que la historia del sol de carbón, o la de èter.
En cambio el alarmismo climático es completamente consistente con la fé religiosa. Una fé laica a medio camino entre el paganismo y el cristianismo. Recoge de paganismo la espiritualización del mundo físico, en plan Gaia y por ahí. Y del cristianismo recoge un montón: el paraiso (el mundo prehumano) perdido por culpa del pecado original (la civilización) por cuya culpa hay que sufrir (el calentamiento global) pero podemos alcanzar el perdón mediante la fé (pagando bonos carbono y energía renovable). ¿Que tal lo veis? ¿No es el mismo puto esquema?
Pues en plan de cura anti consenso, un enlace recogido a través del blog de Antón Uriarte:
Roy W. Spencer: Global Warming and Nature’s Thermostat
Nota: LA imagen viene de keelynet.com/keely/neutral1.htm